“Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el
hielo.”
Así empezaba aquella novela que la librera le había
recomendado a mi tía con el encargo de que no me la dejara leer porque no era
adecuada para mí. Mi tía me prohibió leerla a sabiendas de que la iba a leer de
todos modos, pero no hacía falta la prohibición disuasoria porque esas tres
líneas tenían el gancho suficiente para provocar la necesidad de seguir
leyendo: ¿quién era ese coronel Buendía al que iban a fusilar? ¿qué había hecho
para merecer el fusilamiento? ¿qué emociones lo llevaban, en esa dramática situación,
a recordar su descubrimiento del hielo? ¿cuál era ese lugar de su infancia
donde no se conocía el hielo?
“Macondo
era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la
orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras, blancas y enormes como huevos prehistóricos.
El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo.”
“Macondo”.
Sonaba
sugerente. Y lo del mundo recién nacido y sin nombre era irresistible. A partir
de ese punto las dificultades de lectura que la novela pudiera tener se
ocultaban tras el gitano Melquiades y sus “fierros mágicos”, José Arcadio
Buendía, el padre, y su descubrimiento enloquecido, “la tierra es redonda como
una naranja”, y Úrsula Iguarán, la madre, y las siete generaciones, esa estirpe
de los Buendía tan sorprendente, con su
Santa Sofía de la Piedad, o los 17 Aurelianos, o Remedios la bella. La Ciénaga
grande, la compañía bananera, el laboratorio de alquimia, el cementerio,
construido para enterrar al primer muerto del pueblo, Melquiades: el
deslumbramiento me acompañaba en cada página y el libro, a escondidas, se convirtió
en mi único objetivo.
La frase inicial, una de las más repetidas y memorizadas
junto con aquella de “En un lugar de La Mancha”, es la puerta de entrada a un
lugar mágico que existirá mientras vivan los Buendía y se descifren los
pergaminos del gitano Melquiades; en ese momento el viento arrasará Macondo y
la desterrará de la memoria para siempre, porque todo lo escrito en esos
pergaminos ”era irrepetible desde siempre
y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían
una segunda oportunidad sobre la tierra.”
“Cien
años de soledad” es el título de la novela, publicada en 1967,
que consagró a Gabriel García Márquez. Este año se cumplen 45 de su publicación,
el mismo año en que su autor cumple 85, precisamente hoy, 6 de marzo.
Este es mi pequeño homenaje de agradecimiento al escritor
al que debo muchas horas de felicidad, al Premio Nobel que confiesa sus
problemas con la ortografía. Y también al ser humano que se intuye a través de
sus obras, a pesar de las sombras que lo acompañan, esa amistad rota con Mario Vargas
Llosa o esa amistad mantenida con Fidel Castro.
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