La poeta, Emily Dickinson; el asesino, Mark Hoffmann; el
novelista, Simon Worral.
La poeta, 1830-1866; el asesino, 1954-; el novelista que,
coqueto, oculta su edad, publicó este su primer libro en 2002.
La poeta, la intocable de las letras estadounidenses, la
misteriosa, la famosa desconocida.
El asesino, el falsificador más notable, responsable de la
quiebra de numerosos coleccionistas y de la pérdida de credibilidad de algunas
casas de subastas.
El novelista, “journalist, author, traveller”; vaya, ya se
me cuela el prejuicio.
El libro, precioso, como todo lo que publica la editorial
Impedimenta. Con su sobrecubierta de un papel semigrueso que parece verjurado. Con
su tamaño acariciable, como de bolsillo. Con su collage de la cubierta “a
partir del daguerrotipo de Emily Dickinson de 1847”
La lectora que tiene el libro en su lista de lecturas
deseables y que lo recibe como regalo de una amiga muy querida. Magia es la
habilidad con la que el cariño acierta al elegir.
La lectora, salivando ante el triángulo, poeta, asesino e imagen de tía Emily, que le promete una novela sabrosa, lástima que sea corta,
trescientas y pico páginas.
La lectora, que antes de empezar a leer disfruta del tacto
del libro, de la vista de su materialidad hermosa, perdónesele la pedantería;
del olor del papel.
La lectora que alarga el placer de la lectura, marea el
libro, lo ojea, lo hojea. Y lee esos textos publicitarios de la contraportada
que hablan de libro apasionante, de leer pegado a la silla; de libro “que
explora el filo que separa arte y artificio, genialidad y locura” (cáspita, esto va a ser un novelón)
Y empieza la lectura, precedida de cita de Dickinson, como
no podía ser de otro modo, “el corazón quiere lo que quiere o, si no, se vuelve
indiferente”
Simpatía total por el narrador desde la introducción; simpatía
por Daniel Lombardo, el bibliotecario que persigue el poema desconocido de Dickinson.
Intriga en el prólogo, brevísimo, que muestra la borrachera de poder del
falsificador y asesino. A partir de ahí, y hasta el epílogo, una mezcla de
sensaciones con la sombra de la tomadura de pelo.
Investigación periodística, documentación actual, documentación
histórica, narración atractiva. La lectura atrae y engancha y lleva a indagar
sobre la iglesia mormona. Quizá influye que la lectora tuvo en otro siglo
alguna discusión con esos chavalitos que van en parejas por el mundo
expandiendo la fe de Joseph Smith, esos Elder John y Elder Charles, según reza
en su chapa identificadora, que se niegan a explicar su credo a mujeres si no
están acompañadas por su marido. Documentación muy atractiva sobre la
falsificación de documentos que investiga incluso la composición de la tinta. Las
marrullerías de las casas de subastas, las de algunos expertos en arte y
literatura, las de los prebostes de la iglesia mormona. Todo en este libro es
atractivo, incluso el asesino, al que no hay forma de comprender.
¿Dónde está entonces el problema? Porque parece evidente que
la lectora encuentra algún problema. Me temo que son dos.
Uno. El libro parecía una novela. No es una novela. Es una “narración
de no ficción” , según la página web del autor (“journalist, author, traveller”)
Su objetivo, Mark Hofmann, falsificador y asesino que pretendía desenmascarar a
la iglesia mormona.
Dos. Emily Dickinson como pretexto. Pretexto para dar
relieve a la figura de Hofmann; pretexto para que el autor, en el epílogo,
luzca sus conocimientos y opiniones sobre Emily Dickinson y su obra.
Los dos se encierran en uno: El título, precioso, y la
ilustración de la portada, como pretexto mercadotécnico para vender, como cebo
para admiradores de “tía Emily”
Y no era necesario.
Porque el libro, la narración de no ficción, si bien no es lo que el corazón quiere, no lo vuelve indiferente.
Porque el libro, la narración de no ficción, si bien no es lo que el corazón quiere, no lo vuelve indiferente.
Una reseña profesional para compensar el berrinche de la
lectora:
La poeta y el asesino
Simon Worrall
Impedimenta, 2019
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