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"Vivir sin leer es peligroso, porque obliga a conformarse con la vida"
Michel Houellebecq




miércoles, 17 de diciembre de 2025

BENJAMIN BLACK

Ay, QUIRKE, QUIRKE

    Yo es que había leído El mar, de John Banville, y me había gustado mucho, así que quería leer algo de Benjamin Black, su alter ego para asuntos policiales. Pero como el montón de plancha lectora siempre es muy grande en mi casa, ahí se iba quedando para otro día.

    Pero aquí está la más listuca de la clase, la que toma las mejores decisiones cuando va a la librería. Allí me encontré con Quirke en San Sebastián, y me dije, qué detallazo, San Sebastián, pues por aquí empiezo. Y empecé, y me gustó mucho cómo estaba escrito, me dije para mí “estupendo, Benja, no puedes negar que eres John, pero tranquilo, que yo te guardo el secreto”. Sin embargo, el libro en sí no me acabó de atrapar. No entendía de dónde salía aquel Quirke, ni cómo se podía llevar bien con su mujer, me parecía que ni con superglú pegaban, ella, alegre y él, un agonías; ¿y qué lío era aquel con la muerta reaparecida y aquel inspector de policía gruñón? Por no hablar del desenlace tan duro y sin cerrar. Lo anoté en mi Excel de libros (la pandemia dio para mucho, sí), le busqué su sitio en la estantería y decidí que había estado bien conocer a Benjamin Black pero que prefería a su otra mitad, John Banville.

    Y hete aquí que hace dos veranos, en días de mucho sofá y mucha tele, apareció una serie protagonizada por Gabriel Byrne. Por si no os lo había dicho nunca, que sepáis que adoro a Gabriel Byrne. Quirke, la serie, tachán. Dos tardes me duró y eso porque hay que cuidar la vista. Y me gustó ese Quirke, médico forense en Dublín. Perdón, él me corregiría, siempre se presenta como patólogo. Alto, grande, puede que algo desgarbado, pero elegante. Elegante de la escuela de Coco Chanel: la elegancia no está en la ropa, la elegancia es la actitud. Claro que Quirke lleva buena ropa y, a veces, lleva a su hija a cenar a restaurantes caros, y pertenece a una de esas rancias familias irlandesas, aunque tardó en saberlo, lo mismo que su hija tardó en saber que era su hija y no su sobrina. Y aquí se empiezan a ver las costuras del personaje, y a encontrar explicación para la oscuridad que lo rodea. Quirke ayuda a su sobrina a buscar a una amiga desaparecida, recibe palizas por meter la nariz donde no debe, mantiene un tira y afloja con su ayudante Sinclair. Se lleva mal con su hermano adoptivo, Malachy, con quien estuvo en un duro internado irlandés para gente bien, después de haber pasado por un orfanato, un correccional de nombre pomposo donde iban a parar los niños abandonados y los hijos del pecado de la católica Irlanda. Se lleva bien con su cuñada Sarah, que lo es por partida doble: es hermana de su difunta mujer y está casada con su hermano. Se lleva bien con el inspector Hackett, al que ayuda en sus pesquisas. Se lleva bien con su sobrina hasta que ella se entera de que es su hija. Construir una relación padre-hija no va a ser fácil a partir de ese momento. Las relaciones personales, eso de socializar, no se le da nada bien a Quirke, se suele comportar como un auténtico botón de rosa con todo el mundo. Y Quirke bebe. Bebe desde el desayuno hasta que llega a su cama borracho perdido.


Y así llegamos a este último otoño. La serie ya me quedaba lejos además de incompleta y decidí empezar a leer como se debe, por el principio, El secreto de Christine. Después fue el no parar, hasta llegar a Quirke en San Sebastián, ahora ya con otra mirada. Ocho libros, ocho exquisiteces. Y Quirke bebiendo y comportándose como un metepatas que todo lo estropea, un gafe, vamos.

En el último, Quirke tiene que trabajar con el inspector Strafford, otro desclasado, porque  Hackett no puede desplazarse a San Sebastián. Este último libro lleva a Quirke a un punto de inflexión en su vida, uno más y de los más duros. A partir de aquí, la relación con Strafford, para variar, tampoco será buena; aun así harán una extraña pareja. Por suerte para quienes lo seguimos, el señor Black (obsérvese el tratamiento con el debido respeto) tomó la sabia decisión de convertirlos en pareja de investigación y ya publicó tres novelas, que terminé la semana pasada y otra que tengo en capilla.

Ya, ya sé que os estaréis preguntando que por qué me gustan tanto. A saber: primero porque están tan bien escritas como si las hubiera compuesto el mismísimo John Banville, como dije al principio (os recuerdo que es Premio Príncipe de Asturias de las Letras); segundo, porque los personajes tienen muchas aristas, son muy ricos, los quirkes de pasado oscuro resultan muy atractivos y siempre tuvieron mucho tirón en la literatura y en el cine, pero no os caséis con ellos, chicas, que son irredentos, están bien en la ficción , pero en la vida real duelen y hacen daño, aunque sea porque ellos mismos son personas heridas; y, tercero, porque ahí está esa Irlanda que tenemos, y vamos a seguir teniendo, tan idealizada, la rebelde contra los ingleses, la de la hambruna de la patata y la emigración a Estados Unidos, la del recelo entre católicos y protestantes, la del poder evidente y sibilino de la iglesia católica en todos los sectores de la sociedad, la de los bebés robados a madres “pecadoras” que es otro sinónimo para pobres, la de los malos tratos y la pederastia en los colegios religiosos. La de la lluvia pertinaz, los días cortos y el verde omnipresente. La de la gente noble y amante de la música.

    Una amiga de la almáciga, esa especie de gallinero, dicho con todo el cariño, en el que por cierto estás incluido, Benjamin Black, me acaba de regalar Sembrar palabras, de Ana Santos, exdirectora de la Biblioteca Nacional, un ensayo sobre el despertar intelectual de las mujeres; voy por la página 39 y promete. Pero ¿a que acertáis lo que voy a leer en cuanto lo termine? Pues sí, otra vez al señor Black, esta vez Los lobos de Praga. Las adicciones es lo que tienen.


Alfaguara publicó los ocho libros de la serie de Quirke y los cuatro de Quirke&Strafford. 


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