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"Vivir sin leer es peligroso, porque obliga a conformarse con la vida"
Michel Houellebecq




jueves, 19 de diciembre de 2019

¿Somos lengua? ¡Somos lengua!



No es que me haya puesto a leer a destajo libros que hablen de la lengua, de las lenguas, porque me haya dado un arrebato. Son libros que leí intercalados con otras lecturas, libros que me recordaban cada uno al anterior. Por nimiedades, en realidad, porque cada uno es único y distinto de los demás, no tienen parentesco directo; diría que cada uno va a su bola. Pero todos me llevaron a la lengua, unos de manera más ligera, otros como objeto absoluto o casi.

El primero en el tiempo fue La analfabeta, de Agota Kristof. Tengo una inclinación especial por Hungría, por la gente y la cultura de Hungría, no necesariamente por sus impresentables dirigentes, y lo primero que supe de esta mujer fue que era húngara. Un punto a su favor. El libro es corto así que no arriesgaba mucho si no me gustaba. Y no me defraudó en absoluto. Lo recomendé incluso en clase y tuvo su éxito. Es autobiográfico y narra con brevedad algunos episodios de su infancia de niña precozmente lectora que, ya en la juventud, se ve obligada a huir clandestinamente de Hungría y llega a Suiza. Allí descubre que no es nadie, que está sola con su hija pequeña. Trabaja en una fábrica, pero no puede comunicarse con nadie, porque ella no habla francés y los suizos no hablan húngaro. Se descubre a sí misma como analfabeta puesto que no puede escribir en francés, pero una analfabeta muy especial, recalcitrante, porque tampoco puede hablar. Tuvo que ir a clase para aprender su nueva lengua al tiempo que se le oxidaba, por así decir, el húngaro, o se le convertía en otra patria perdida que la condenaba a la mudez y a la soledad. Salió adelante y la lengua aprendida, el francés, se convirtió en su lengua de escritura. Pero ahí quedó la herida, la nostalgia de la lengua perdida. En la reseña de El cultural hay una cita del libro que a mí también me impresionó: “¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz”. Solitaria sin su lengua.

Desde que hace ya muchos años V.S.Naipaul fuese galardonado con el premio Nobel de literatura, ¿esto iba con mayúscula?, mi quisquilloso pepito grillo me susurraba al oído con insistencia sobre mi ignorancia  ¿es que no pensaba leer nada de ese gran gran escritor? Y un buen día volví de la librería con un librito de apenas cien páginas y letra gorda, Leer y escribir. Una versión personal. Que levante la mano el escritor que no haya tenido que explicar alguna vez cuándo decidió serlo o si le cuesta trabajo escribir o cómo lo hace. Naipaul dice que deseó ser escritor desde los once años aunque sin saber muy bien qué era eso ni qué camino seguir y, lo que es más curioso, sin sentir deseo de escribir nada. Naipaul era hijo de inmigrantes del norte de la India en la isla de Trinidad, colonia inglesa, desde finales del s.XIX. Y volvemos a tropezar con la lengua, con su presencia o su ausencia. Su familia mantenía su lejana lengua de la India, que hablaban en casa y en la que recitaba el Ramayana, pero en el colegio hablaba inglés, “las amistades del colegio se quedaban en el colegio o en la calle”. Pasó de la pequeña comunidad india a la ciudad, pero allí seguía manteniendo cierto encerramiento: la India recordada por su familia no era exactamente suya, la colonia le era bastante extraña y la metrópoli estaba allá en la lejanía. Sus primeras lecturas, con su padre o en el colegio colonial no le decían nada porque hablaban de mundos que le eran extraños; solo años más tarde pudo comprender los universales culturales que se esconden en el Ramila, teatro popular basado en el Ramayana y El príncipe y el mendigo, por ejemplo. La lengua, las lenguas, otra vez. A Kristoff la hacían persona, a Naipaul le ofrecen un lugar en el mundo.

“Yo no creo en las lenguas maternas”. Madre mía, toda la vida pensando que las lenguas maternas son importantes porque son las lenguas de los afectos y ahora viene este señor a desmontar el mito. Este señor es George Steiner: “Lejos de ser un castigo, Babel es una bendición misteriosa e inmensa. Aprender nuevas lenguas es entrar en otros tantos mundos nuevos”, confiesa en una entrevista a François L'YVONNET Tiene noventa años y hace apenas tres que se publicó Un largo sábado. Conversaciones con Laure Adler, una larga entrevista entre los dos cocida entre los años 2002 y 2014. Parece que lo suyo son las entrevistas. Pasan revista a su infancia y educación, su judaísmo, sus idiomas, los grandes movimientos culturales y sociales del s.XX, su trabajo como profesor y crítico literario, el final de la vida, el aprendizaje de la muerte, y la música, sobre todo, la música, y todo ello en ciento cuarenta páginas que se leen en un suspiro. Amenas, irónicas, tiernas y profundamente humanas. Hay una entrevista en la que hablan de las lenguas: “Cada lengua abre una ventana a un nuevo mundo”. A Steiner las lenguas lo hacen dueño del mundo después de haber sido salvoconducto de supervivencia: “mi madre pensaba que para una familia judía la supervivencia requería saber lenguas, todas las lenguas posibles”. Su discurso en la entrega del premio Príncipe de Asturias en 2001 es casi un manifiesto
Un sabio, este George Steiner así que anotados quedan en la libretina de los deseos lectores los títulos de algunos de sus libros, que se presentan como auténticas tentaciones.

Y luego hay quién decide elegir la lengua, su lengua, y lo anuncia con una cita de Antonio Tabucchi, (ay, qué huérfanos nos dejó Antonio Tabucchi): “Necesitaba una lengua diferente: una lengua que fuera un lugar de afecto y de reflexión”. La valiente es Jhumpa Lahiri, novelista. Nació en Londres, de padres bengalíes, y a los dos años la instalaron, se instalaron en Estados Unidos. Novelista estadounidense, lengua, inglés; lengua materna, bengalí. Como Naipaul, vive la desconexión con su lengua materna: “mi lengua materna, el bengalí, es extranjera en Estados Unidos. Cuando se vive en un país donde la propia lengua es considerada extranjera, se puede experimentar una continua sensación de extrañeza: se habla una lengua secreta, desconocida, carente de correspondencias en el entorno, y esa ausencia crea una distancia interior.” En un viaje a Italia, cuando estudiaba en la universidad, entra en contacto con el italiano, se enamora de la lengua, vive un auténtico flechazo y se siente feliz, ha encontrado su lengua. De vuelta a Estados Unidos compra un diccionario y un libro de autoaprendizaje y empieza  su trabajo con el italiano. Asiste a clases particulares, pero no tiene ocasión de usarlo de una manera natural. Sigue con su trabajo de novelista en la lengua que domina, el inglés, pero no se rinde con su lengua elegida. Pasarán años hasta que pueda vivir una larga temporada en Italia y completar el aprendizaje de su lengua. Dice que su vocabulario es estrafalario, libresco, pero sigue arriesgando y se atreve a participar en actividades literarias en italiano y, por fin, publica su primer libro en su lengua elegida, En otras palabras. Si llegasteis leyendo hasta aquí ya sabéis que voy a decir que es un libro precioso, una lectura gozosa desde el principio hasta el final. Es lo que se llama una obra de no ficción, no sé si será eso que se llama autoficción, pero me da lo mismo el género que se le atribuya. Es un libro que prestaré, faltaría más, pero nunca me desharé de él, tendrá siempre, como sus compañeros de página, un lugar en mi biblioteca, en mi corazón lector.

Esto se alarga mucho pero Kilito necesita su espacio. Abdelfattah Kilito, escritor y profesor marroquí, francófono. Por un euro, escritores del norte de Africa, que hayamos leído o simplemente que nos suenen de algo, por ejemplo… undostresrespondaotravez y me temo que no sacaríamos ni para un café. Pues aquí tenemos a uno actual, vivo, del que ni siquiera hay artículo en la Wikipedia,
que con un libro precioso nos acerca esa literatura desconocida y se pregunta sobre la lengua que hablamos, las lenguas que aprendemos. El título del libro, Hablo todas las lenguas, pero en árabe, es de los que te gritan desde la mesa de novedades de la librería. Lo toma de un artista de Praga citado por Kafka: “Mire usted, yo hablo todas las lenguas, pero en yiddish”, y lo abre con una cita del vituperado Ciorán: “Para un escritor, cambiar de lengua es escribir una carta de amor con un diccionario”. Kilito empieza cuestionándose la posibilidad de ser monolingüe y lo ilustra con una anécdota sobre Adán en el Paraíso: Adán hablaba árabe en el Edén pero, al ser expulsado, lo olvidó y no lo recuperará hasta que, después de la resurrección, regrese al paraíso perdido. Es decir, si se cambia de espacio se corre el peligro de olvidar la propia lengua, “o, lo que es igual, convertirse en otro”. La lengua, otra vez, constructora de la persona. El libro es una recopilación de artículos, conferencias y notas de lectura, y, al igual que el de Steiner, está lleno de ironía, agudeza e, incluso, ternura. Por señalar un artículo, el dedicado a Cervantes y El Quijote, Don Quijote, ¿tapiz de hilos árabes? La traducción, de Marta Cerezales Laforet, impecable, al igual que las demás, pero señalo la de Marta por simpatía personal.

Lo sé, no tengo criterio, o, peor, veo un libro y pierdo el poco seso que tenía, pero es que estos libros merecen la pena. Una gozada, que se decía hace unos años. Buscadles un hueco y ya me diréis. 
Y es que sí, somos lengua.


AGOTA KRISTOF. La analfabeta: Relato autobiográfico.

V.S. NAIPAUL. Leer y escribir. Una versión personal. Ed.DeBolsillo, 2006

GEORGE STEINER. Un largo sábado. Conversaciones con Laure Adler. Ed.Siruela. El ojo del tiempo, 2016

JHUMPA LAHIRI. En otras palabras. Ed.Salamandra, 2019

ABDELFATTAH KIKITO. Hablo todas las lenguas, pero en árabe. El Desvelo Ediciones, 2018















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