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"Vivir sin leer es peligroso, porque obliga a conformarse con la vida"
Michel Houellebecq




martes, 6 de marzo de 2012

GARCÍA MÁRQUEZ CUMPLE 85 AÑOS


“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo.”
Así empezaba aquella novela que la librera le había recomendado a mi tía con el encargo de que no me la dejara leer porque no era adecuada para mí. Mi tía me prohibió leerla a sabiendas de que la iba a leer de todos modos, pero no hacía falta la prohibición disuasoria porque esas tres líneas tenían el gancho suficiente para provocar la necesidad de seguir leyendo: ¿quién era ese coronel Buendía al que iban a fusilar? ¿qué había hecho para merecer el fusilamiento? ¿qué emociones lo llevaban, en esa dramática situación, a recordar su descubrimiento del hielo? ¿cuál era ese lugar de su infancia donde no se conocía el hielo?

“Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.”
“Macondo”. Sonaba sugerente. Y lo del mundo recién nacido y sin nombre era irresistible. A partir de ese punto las dificultades de lectura que la novela pudiera tener se ocultaban tras el gitano Melquiades y sus “fierros mágicos”, José Arcadio Buendía, el padre, y su descubrimiento enloquecido, “la tierra es redonda como una naranja”, y Úrsula Iguarán, la madre, y las siete generaciones, esa estirpe de los Buendía  tan sorprendente, con su Santa Sofía de la Piedad, o los 17 Aurelianos, o Remedios la bella. La Ciénaga grande, la compañía bananera, el laboratorio de alquimia, el cementerio, construido para enterrar al primer muerto del pueblo, Melquiades: el deslumbramiento me acompañaba en cada página y el libro, a escondidas, se convirtió en mi único objetivo.
La frase inicial, una de las más repetidas y memorizadas junto con aquella de “En un lugar de La Mancha”, es la puerta de entrada a un lugar mágico que existirá mientras vivan los Buendía y se descifren los pergaminos del gitano Melquiades; en ese momento el viento arrasará Macondo y la desterrará de la memoria para siempre, porque todo lo escrito en esos pergaminos ”era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”
“Cien años de soledad” es el título de la novela, publicada en 1967, que consagró a Gabriel García Márquez. Este año se cumplen 45 de su publicación, el mismo año en que su autor cumple 85, precisamente hoy, 6 de marzo.
Este es mi pequeño homenaje de agradecimiento al escritor al que debo muchas horas de felicidad, al Premio Nobel que confiesa sus problemas con la ortografía. Y también al ser humano que se intuye a través de sus obras, a pesar de las sombras que lo acompañan, esa amistad rota con Mario Vargas Llosa o esa amistad mantenida con Fidel Castro.

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