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| FEDERICO BAROCCI - La Natividad, 1597 Museo del Prado (Madrid) |
Voy a ver qué leo
Foto:SVG
Michel Houellebecq
domingo, 21 de diciembre de 2025
#lacosapoética/132
miércoles, 17 de diciembre de 2025
BENJAMIN BLACK
Ay, QUIRKE, QUIRKE
Yo es que había leído El mar, de John Banville, y me había gustado mucho, así que quería leer algo de Benjamin Black, su alter ego para asuntos policiales. Pero como el montón de plancha lectora siempre es muy grande en mi casa, ahí se iba quedando para otro día.
Pero aquí está la más listuca de la clase, la que toma las mejores decisiones cuando va a la librería. Allí me encontré con Quirke en San Sebastián, y me dije, qué detallazo, San Sebastián, pues por aquí empiezo. Y empecé, y me gustó mucho cómo estaba escrito, me dije para mí “estupendo, Benja, no puedes negar que eres John, pero tranquilo, que yo te guardo el secreto”. Sin embargo, el libro en sí no me acabó de atrapar. No entendía de dónde salía aquel Quirke, ni cómo se podía llevar bien con su mujer, me parecía que ni con superglú pegaban, ella, alegre y él, un agonías; ¿y qué lío era aquel con la muerta reaparecida y aquel inspector de policía gruñón? Por no hablar del desenlace tan duro y sin cerrar. Lo anoté en mi Excel de libros (la pandemia dio para mucho, sí), le busqué su sitio en la estantería y decidí que había estado bien conocer a Benjamin Black pero que prefería a su otra mitad, John Banville.
Y hete aquí que hace dos veranos, en días de mucho sofá y mucha tele, apareció una serie protagonizada por Gabriel Byrne. Por si no os lo había dicho nunca, que sepáis que adoro a Gabriel Byrne. Quirke, la serie, tachán. Dos tardes me duró y eso porque hay que cuidar la vista. Y me gustó ese Quirke, médico forense en Dublín. Perdón, él me corregiría, siempre se presenta como patólogo. Alto, grande, puede que algo desgarbado, pero elegante. Elegante de la escuela de Coco Chanel: la elegancia no está en la ropa, la elegancia es la actitud. Claro que Quirke lleva buena ropa y, a veces, lleva a su hija a cenar a restaurantes caros, y pertenece a una de esas rancias familias irlandesas, aunque tardó en saberlo, lo mismo que su hija tardó en saber que era su hija y no su sobrina. Y aquí se empiezan a ver las costuras del personaje, y a encontrar explicación para la oscuridad que lo rodea. Quirke ayuda a su sobrina a buscar a una amiga desaparecida, recibe palizas por meter la nariz donde no debe, mantiene un tira y afloja con su ayudante Sinclair. Se lleva mal con su hermano adoptivo, Malachy, con quien estuvo en un duro internado irlandés para gente bien, después de haber pasado por un orfanato, un correccional de nombre pomposo donde iban a parar los niños abandonados y los hijos del pecado de la católica Irlanda. Se lleva bien con su cuñada Sarah, que lo es por partida doble: es hermana de su difunta mujer y está casada con su hermano. Se lleva bien con el inspector Hackett, al que ayuda en sus pesquisas. Se lleva bien con su sobrina hasta que ella se entera de que es su hija. Construir una relación padre-hija no va a ser fácil a partir de ese momento. Las relaciones personales, eso de socializar, no se le da nada bien a Quirke, se suele comportar como un auténtico botón de rosa con todo el mundo. Y Quirke bebe. Bebe desde el desayuno hasta que llega a su cama borracho perdido.
Y así llegamos a este último otoño. La serie ya me quedaba lejos además de incompleta y decidí empezar a leer como se debe, por el principio, El secreto de Christine. Después fue el no parar, hasta llegar a Quirke en San Sebastián, ahora ya con otra mirada. Ocho libros, ocho exquisiteces. Y Quirke bebiendo y comportándose como un metepatas que todo lo estropea, un gafe, vamos.
En el último, Quirke tiene que trabajar con el inspector Strafford, otro desclasado, porque Hackett no puede desplazarse a San Sebastián. Este último libro lleva a Quirke a un punto de inflexión en su vida, uno más y de los más duros. A partir de aquí, la relación con Strafford, para variar, tampoco será buena; aun así harán una extraña pareja. Por suerte para quienes lo seguimos, el señor Black (obsérvese el tratamiento con el debido respeto) tomó la sabia decisión de convertirlos en pareja de investigación y ya publicó tres novelas, que terminé la semana pasada y otra que tengo en capilla.
Ya, ya sé que os estaréis preguntando que por qué me gustan tanto. A saber: primero porque están tan bien escritas como si las hubiera compuesto el mismísimo John Banville, como dije al principio (os recuerdo que es Premio Príncipe de Asturias de las Letras); segundo, porque los personajes tienen muchas aristas, son muy ricos, los quirkes de pasado oscuro resultan muy atractivos y siempre tuvieron mucho tirón en la literatura y en el cine, pero no os caséis con ellos, chicas, que son irredentos, están bien en la ficción , pero en la vida real duelen y hacen daño, aunque sea porque ellos mismos son personas heridas; y, tercero, porque ahí está esa Irlanda que tenemos, y vamos a seguir teniendo, tan idealizada, la rebelde contra los ingleses, la de la hambruna de la patata y la emigración a Estados Unidos, la del recelo entre católicos y protestantes, la del poder evidente y sibilino de la iglesia católica en todos los sectores de la sociedad, la de los bebés robados a madres “pecadoras” que es otro sinónimo para pobres, la de los malos tratos y la pederastia en los colegios religiosos. La de la lluvia pertinaz, los días cortos y el verde omnipresente. La de la gente noble y amante de la música.
Una amiga de la almáciga, esa especie de gallinero, dicho con todo el cariño, en el que por cierto estás incluido, Benjamin Black, me acaba de regalar Sembrar palabras, de Ana Santos, exdirectora de la Biblioteca Nacional, un ensayo sobre el despertar intelectual de las mujeres; voy por la página 39 y promete. Pero ¿a que acertáis lo que voy a leer en cuanto lo termine? Pues sí, otra vez al señor Black, esta vez Los lobos de Praga. Las adicciones es lo que tienen.
Alfaguara publicó los ocho libros de la serie de Quirke y los cuatro de Quirke&Strafford.
domingo, 14 de diciembre de 2025
#lacosapoética/131
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| EDVARD MUNCH - Separación, 1896 |
lunes, 8 de diciembre de 2025
#lacosapoética/130
viernes, 5 de diciembre de 2025
Lucía Solla Sobral y Ángel González
A veces leo libros y no escribo nada sobre ellos. A veces porque me gustan poco o nada, o me son indiferentes y, entonces, para qué escribir. A veces porque me gustan mucho o muchísimo y, entonces, para qué escribir. Para qué añadir palabras que no van a estar a la altura, que no le van a hacer justicia al libro, que van a parecer simple adulación. Escribo sobre los libros que leo porque me gusta, por mi propio placer; si, luego, a alguien le gusta lo que digo y le apetece leer el libro, miel sobre hojuelas, porque a quienes leemos nada nos gusta más que hablar y hablar sobre lo leído con gente igual de entusiasta. Pasa también con las películas, nada como una peli hablada entre amigos después de salir del cine, con una cerveza o un café delante.
A veces escojo los libros a conciencia, y apunto en alguna de las muchas libretinas que colecciono (quién puede resistirse, en la papelería, al olor y el tacto de una libretina nueva, o de un lapicero) los que quiero leer. Puede ser una amiga, un programa de radio o el escaparate de una librería quien me dė el chivatazo. O el golpe de gracia cuando vas a comprar tus dos libros anotados, sé comedida, no te pases, y vuelves con tres distintos porque desde la mesa de la librería gritaban tu nombre y no te ibas a hacer la sorda.
Y a veces lees una crítica tentadora de un libro, pero no, no puede ser, no vas a comprar todo lo que te apetece. Porque lo de comprar libros de papel es otra, que si lo lees en ebiblio y te gusta mucho acabas en la librería, eso fijo. Y pasados dos meses y en un sólo día, otras dos críticas elogiosas y, lo que es más importante, una amiga que las avala. La suerte está echada, eso es una señal, tienes que leer ese libro ya, pero es domingo y vives en provincias, tienes que programar una excursión a la capital para el lunes, aunque todas las vecinas te miren al bies porque los lunes son días de lavadoras y tu tendal va a ser el único vacío y triste en todo el barrio.
Y, como era de esperar, de la excursión vienes con dos libros, dos, porque es el centenario de Ángel González y hay una edición preciosa, ilustrada por Pablo Auladell y prologada por Javier Rioyo, que tienes que llevarte a casa, aunque los poemas de amor que reúne ya los tengas en otros libros. Perdón, señor, porque he vuelto a pecar y no siento ningún dolor, ni de contrición ni de ninguna otra clase. La culpa fue de Nórdica Libros que hace unas ediciones que son una tentación mayor que el chocolate.
Y “Comerás flores” es el libro que me sirve de excusa para toda esta palabrería anterior, que no sé cómo me aguantáis, la verdad. Chica en duelo por la muerte de su padre conoce chico mayor y como de película americana de esas de amor y lujo. Hasta ahí puedo contar, que ya sabéis que no me gusta destripar historias ni finales. Claro que no es una novela rosa, claro que va a ser duro ver a Marina, la protagonista, hundirse y olvidarse de quien es para dejarse convertir en quien no quiere ser. Y dan ganas de gritarle sal de ahí, coge a tu perra y huye lo más lejos que puedas. Pero sabemos, porque la realidad nos lo enseña a diario, que es difícil, que cuando quien dice quererte te anula tú te lo crees. Ay, que ya me voy yendo de la lengua.
Es la primera novela de Lucía Solla Sobral. Escritora joven pero que no creo que sea una joven promesa, ni una escritora en ciernes, como dicen los críticos vagos, porque su escritura tiene voz propia, es madura y fresca a la vez, convence, atrapa, arrastra. No pude leer en el tren de vuelta porque coincidí con una vecina y no se puede ser borde, queda feo no hablar con las vecinas. Aproveché que llovía para hundirme en el sofá con el libro. Y tuve que poner para comer un cocido, que se hace solo, como todas sabéis, porque necesitaba terminar el libro. Y, además, tenía que escribir algo sobre él, porque me gustó mucho, aunque corra el riesgo de hacer la pelota. Así que ya estáis tardando en haceros con él, que se nos viene un puente fabuloso para leer y este libro es un librazo.
Sobra decir que la autora pasa automáticamente a la almáciga, que es el más alto honor que otorga este blog.
domingo, 30 de noviembre de 2025
#lacosapoética/129
| JIM WARREN - La estatua viva (La estatua de la libertad de Nueva York) |
domingo, 23 de noviembre de 2025
#lacosapoética/128
XXXIV Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, 2025
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| BENJAMIN LACOMBE - Ilustración para La Sirenita (Ed. Edelvives) |
sábado, 15 de noviembre de 2025
#lacosapoética/127
domingo, 9 de noviembre de 2025
#lacosapoética/126
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| FRANCISCO DE GOYA - Riña de gatos, 1786 Museo del Prado (no expuesto) |
domingo, 2 de noviembre de 2025
#lacosapoética/125
domingo, 26 de octubre de 2025
#lacosapoética/124
| VINCENT VAN GOGH - Silla con pipa (1888) National Gallery de Londres |
TENGO PÁNICO
sábado, 18 de octubre de 2025
#lacosapoética/123
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| CLARA PEETERS - Bodegón con flores, copa de plata dorada, almendras, frutos secos, dulces, panecillos, vino y jarra de peltre, óleo sobre tabla, c.1611. Propiedad del Museo Nacional del Prado |
lunes, 13 de octubre de 2025
#lacosapoética/122
| MARUJA MALLO (1902-1995) Generación del 27 |
sábado, 27 de septiembre de 2025
#lacosapoética/121
| QUINO - Mafalda |
lunes, 22 de septiembre de 2025
GRACIAS, ANA FRANK
Cuando aún no se había inventado la adolescencia, porque la adolescencia esta de la que hablamos todos los días es un invento reciente, mi yo adolescente ignorante de serlo leyó El diario de Ana Frank. En mi pueblo de referencia de entonces, capital del concejo, todavía no había biblioteca pública y tampoco librería. Los periódicos llegaban en el tren y los dos repartidores que yo conocí recogían directamente del vagón sus paquetes y se iban a repartir a chigres y domicilios de aquel y otros pueblos, andando o en bicicleta.
Pero había un comercio que aunaba las funciones de mercería y papelería, además de tener un rincón con una silla, una mesa pequeña que albergaba un flexo y un vaso, en el que una mujer cogía puntos a las medias. A veces, en la "sección" de papelería había algún libro a la venta. Podía ser Fabiola, Oliver Twist, Heidi, Miguel Strogoff, o cualquiera de aquellos maravillosos ilustrados de Brugera. También había joyas como Cien mujeres españolas (no lo busquéis, es inencontrable), Trilby, o los amores de Abelardo y Eloísa. Y gracias a ese lugar mágico que juntaba calcetines con lapiceros y gomas de borrar Milan con hilo de repasar los calcetines cuando se agujereaban, una madre interesada en que sus retoños fueran de pueblo pero no ignorantes trajo un día El diario de Ana Frank.
No hará falta decir que me deslumbró y me hizo llorar a partes iguales, ni que no me sorprendió la madurez del pensamiento de Ana ni su ingenuidad al imaginar otra vida, porque aquellos adolescentes ignorantes de serlo nos sentíamos así. Tan perdidos como los de ahora, pero en otro momento histórico que no nos ofrecía la posibilidad de la conciencia de nosotros mismos. Y ahí, en aquella tierra de nadie, descubrí el horror y la injusticia a través del diario de Ana. Y después de llorar su suerte, y de buscar y confrontar en otros libros y en alguna película, después de comprobar la veracidad de aquella historia, me hice antigenocida, sionista, activista contra el antisemitismo, divulgadora del holocausto y hasta me apetecía ir a trabajar a un kibutz. Y, sobre todo, quedé convencida de que la humanidad había aprendido y que aquello nunca se repetiría.
Muchos años después, muchos horrores después que están en la mente de todos y que se sucedieron en todos los continentes, por lo que no voy a nombrar ninguno, no creo que quede mucho de aquella adolescente ingenua y horrorizada. O sí: queda el convencimiento de que no hay que callar ante el horror y la injusticia. No tenemos capacidad para grandes decisiones que paren el genocidio de Gaza, pero creo que podemos decir que lo condenamos y exigimos al resto de países que condenen al gobierno genocida de Israel. Podemos enviar ayuda a los palestinos, firmar peticiones y manifiestos, acudir a manifestaciones; todo es útil. Pero, sobre todo, podemos decir alto y claro que sí, que es un genocidio y que lo condenamos con todas nuestras fuerzas.
Podemos elegir que las palabras no pierdan su sentido.







